La Aldea

Leonor salió corriendo del bar. Fui tras ella calle arriba, gritando su nombre.

Al llegar cerca de la casa del párroco, la alcancé y la cogí del brazo.

—Espera, ven aquí. No seas testaruda —dije casi sin respiración.

—¡Déjame, joder! Estoy cansada ya de este maldito pueblo.

—No me gusta verte enfadada.

Tras esto sonrió y me miró a los ojos con tristeza. Estaba muy hermosa bajo la luz de la luna en esa noche fría de febrero.

—Me voy a casa, vuelve al bar por favor. —Se despidió mientras se giraba.

La observé enfilar la calle empedrada en dirección a su casa, que años atrás fuera de mi abuelo.

—Te acompaño —dije.

Asintió y continuamos caminando en silencio. Al llegar distinguimos claramente la luz del televisor encendido proveniente del interior.

—Ven —dijo mientras me cogía la mano y me guiaba hacia la entrada posterior—. No tengo ganas de atravesar el salón y ver a mis padres esta noche.

Al llegar a la puerta, Leonor se paró y se giró. Apoyó su espalda contra la pared y preguntó:

—¿Tienes un cigarro?

—No, me fumé el último esta mañana antes de coger el bus.

Leonor se volvió hacia mí y pude sentir cómo su respiración se agitaba. Me miró con una suplica en los ojos, unos ojos que había visto durante toda mi vida, y que desde que me fui a estudiar a la ciudad me había descubierto añorando.

Me acerqué lentamente y pude sentir la atracción de su cuerpo. Suavemente posé mis labios en los suyos y los sentí suaves y cálidos.

—Tu tío va a querer matarte— dijo riendo en un susurro.

—Tu padre siempre me ha querido como a un hijo.

La casa del maestro

Leonor salió corriendo del bar. Fui tras ella, calle arriba, gritando su nombre.

Al llegar cerca de la casa del párroco, la alcancé y la cogí del brazo.

—Espera, ven aquí —dije casi sin respiración.

—¡Déjame, joder! Estoy cansada ya de este maldito pueblo.

—No seas testaruda, sabes que nos iremos de aquí mas pronto o mas tarde.

—No, no iremos a ningún sitio. Nunca vamos a ningún lado. Y estar encerrados aquí es la mayor mierda del mundo.

La acerqué y la abrace, solo un segundo, hasta que se apartó.

—Déjame.

—No pretendo más que consolarte.

—¡Ja! Ya me conozco tus consuelos.

Tras esto sonrió y me miró a los ojos. Estaba hermosa bajo la luz de la luna, en esa noche fría de febrero. Su pelo rizado siempre me parecieron ríos de oro cobrizo.

—Me voy a casa, vuelve al bar por favor. —Se despidió girándose.

La observé dirigirse por la empedrada calle vieja, en dirección a la casa de su padre, que anteriormente fuera de su abuelo y antes de eso del mío.

De repente, a su derecha empecé a observar una luminiscencia, un rojizo resplandor que empezaba tímido a iluminar el cielo nocturno.

Leonor se paró al darse cuenta y se giró hacia donde me había dejado.

—¿Qué es eso? —preguntó.

Me encogí de hombros y avancé hasta donde estaba, la cogí de la mano y tiré de ella.

Fuimos rápido con cuidado de no resbalar por el empedrado gastado por el tiempo y la intensidad del resplandor era cada vez mayor. De las calles aledañas veíamos salir corriendo a los vecinos del pueblo, en la misma dirección que nosotros, como luciérnagas hacia la luz.

—Es la casa del maestro. —Escuché.

El sonido del camión de bomberos, empezó a ocultar el crepitar del incendio, que junto a los gritos de la gente que se arremolinaba en el lugar, invadía el aire.

—Menos mal que no estaban en casa. — Oí en mi espalda la voz de Pedro.

Me volví al tiempo y lo miré. Continuó:

—Se han ido a Madrid por el puente. El maestro y su familia feliz.

La luz del fuego se reflejaba extrañamente en sus ojos.

Al tiempo apareció Teresa, venía caminando lentamente por la misma calle que Leonor y yo habíamos recorrido para llegar.

—Menuda se ha montado aquí —dijo en voz casi imperceptible—. Alguien tendrá que llamar para avisar a los dueños.

La frialdad de ambos me asombró, Leonor estaba temblando y a mí casi no me había vuelto la respiración.

Los bomberos ya habían desplegado las mangueras y estaban apagando el fuego. Una vez las llamas se comenzaron a disipar, pudimos ver cómo era solo el jardín delantero el que había ardido. La casa, de dos plantas y construida en piedra, solo parecía haber recibido humo.

Pasado un rato, con los bomberos ya recogiendo material, los vecinos fueron poco a poco volviendo a hogares, pero esa no sería una noche más en la historia, anodina, del pueblo.

—Te acompaño a casa —dije a Leonor.

Me miró y asintió con la cabeza. Teresa y Pedro vivían cerca del incendio y se habían despedido unos minutos antes.

Caminamos en silencio, cuesta arriba ahora, esta vez mirando al suelo y sin decir nada.

—Qué raro. ¿Cómo ha podido prenderse el jardín?

Por respuesta Leonor solo levantó los hombros. No parecía que tuviera ganas de volver a compartir una palabra conmigo.

—No me gusta que estemos así —dije.

Continuó caminando en silencio. Hasta unos metros antes de su casa. Por la ventana del salón se distinguía claramente la luz del interior a pesar de los blancos visillos que se encontraban corridos en ese momento.

—Ven —dijo mientras me cogía la mano y me guiaba hacia la entrada posterior—. No tengo muchas ganas de ver a mis padres esta noche.

La seguí, rodeando la esquina y entrando en la otra calle. Ésta, casi sin urbanizar, no tenía farolas, la única luz era la que procedía de la luna y apenas nos dejaba vislumbrar las paredes.

Al llegar a la puerta, Leonor se paró y se giró. Apoyó su espalda contra la pared y preguntó:

—¿Tienes un cigarro?

—No, me fume el último esta mañana antes de coger el bus. Sabes que a mi madre no le gusta que fume, y decidí no comprar mas.

—Si es que eres un santo. —Suspiró—. Bueno, entro.

Apoyé la palma de mi mano en la pared entre ella y la puerta y mi brazo le interrumpió el paso.

Leonor se volvió hacia mí y pude sentir cómo su respiración se agitaba. Me miró con una suplica en los ojos que no fui capaz de entender. Creo que ni siquiera ella estaba segura de qué deseaba.

Me acerqué lentamente y pude sentir la atracción de su cuerpo. La fuerza de la gravedad, el campo magnético que nos atraía.

Suavemente posé mis labios en los suyos y los sentí suaves, como siempre lo fueron. Me retiré un instante para volver enseguida a saborearlos. No me rechazaron sus labios y sus brazos comenzaron a buscar mi cuello. Nuestros cuerpos se acercaron todo lo que les era permitido, mientras mi lengua saboreó sus labios.

Leonor, giró la cabeza y la apoyó en mi pecho. Acaricié su cabello y lo besé con dulzura.

—Querría que volviera a ser así —susurré.

Tardó tres respiraciones en contestar. Noté en cada una de ellas, como su cabeza en mi pecho las acompañaba. Luego me miró a los ojos y dijo, con los suyos humedecidos.

—Y yo querría que no hubiera sido nunca, para poder volver a enamorarme de ti. Nunca fui tan feliz como cuando me enamoraba de ti, lentamente, descubriéndote como un tesoro aunque siempre habías estado cerca.

Fui a besarla de nuevo y ella se apartó.

—Pero ocurrió, y hay que aprender a vivir con eso. Con el recuerdo de lo que pudo ser y no fue—. Se acercó a la puerta, la abrió y sin girarse concluyo—: Y no será.

La noche más larga

Uno de los primeros puestos del Inspector Mijares cuando entró en el cuerpo de la Policía Nacional era bastante aburrido. Formaba parte del séquito de chóferes del Coronel José Antonio Sáenz de Santamaría, quien tras su gran carrera militar ocupaba en aquel primer año de la década de los ochenta, el puesto de director del Cuerpo.

No era el Coronel hombre trasnochador y durante los dos primeros meses de su destino siempre tuvo turno de noche por lo que los días que el coronel salía tarde del trabajo, lo llevaba a su residencia y ya no volvía a saber de él; en otras ocasiones ni siquiera lo veía.

Ese día del mes de febrero llegó a su destino sobre las seis de la tarde. Ya estaba el coronel en su casa, por lo que no esperaba tener que hacer nada hasta las seis de la mañana que llegara su relevo. Sin embargo, casi una hora mas tarde levantó la vista del libro que leía para ver aparecer corriendo al coronel, poniéndose aún el abrigo y con un maletín en la mano.

Salió del coche para abrirle la puerta extrañado.

—¡Al Hotel Palace cagando leches!

El inspector Mijares se montó en el coche, puso la sirena y junto al ¡Uuuuh, Uuuuh! de la misma y la luz giratoria azul, salió a toda velocidad como alma que lleva el diablo.

No se atrevió a preguntar nada, solo condujo lo mas rápido que pudo y en menos de quince minutos estaba en su destino.

Bajó del coche para abrirle la puerta, pero el coronel ya había salido abriéndola el mismo y sin ni siquiera girar la cabeza, se dirigió al Hotel.

Vio con asombro como otro coche llegaba y de él se bajaba el coronel Aramburu Topete, quien siguió la misma senda que su pasajero y ambos desaparecieron tras la puerta acristalada que abría el botones con librea.

—¿Que coño pasa? —preguntó Mijares.

—¡Hostias! —dijo el otro chófer temblando aún—. Han entrado en el congreso y están dando un golpe de estado. ¡En Valencia han sacado los carros, chico! Esto se pone feo.

Encendió un cigarrillo y tras ofrecerle otro a Mijares ambos se apoyaron en el coche, y contemplando el etéreo humo que desprendían, no dijeron una sola palabra mas. Todo podía cambiar en su país, la democracia que apenas unos años atrás habían conseguido parecía perderse.

Durante la noche hubo mucho ajetreo en la zona: vio aparecer a varios mandos del Ejercito y de la Guardia Civil. Vehículos militares y de la Policía Nacional pasaban en uno y otro sentido a toda velocidad. A través de la radio del coche siguió el discurso del Rey, quien instaba a los golpistas a deponer las armas.

Con los albores del amanecer llegó un coche patrulla con su sustituto.

El inspector Mijares volvió a casa y se preparó una jarra de café, no iba a poder pegar ojo. Encendió la radio y la televisión y siguió entre ambas el curso de la historia con miedo. No se había metido en el cuerpo para formar parte de los grises que tanto daño hicieron en la dictadura.

Horas después, la noticia de que el golpe había fracasado le llenó de alegría y esperanza y le permitió quedarse dormido en su sofá sonriendo.

Tormenta de verano

Fue el último verano que pasamos todos juntos, aunque en aquellos días ninguno de nosotros podía intuirlo.

Una vez todos habíamos cumplido la mayoría de edad y aprovechando que los protectores padres de Teresa empezaban a dejarla disfrutar de la vida, decidimos ir a pasar unos días al camping de Tarifa, donde podríamos disfrutar de sol, playa y amigos.

Salimos el jueves de nuestro pueblo. No había obligaciones laborales ni académicas y así sería mas sencillo coger un buen sitio en el camping.

Tras montarlo todo, dos grandes tiendas, y comprar algunas cervezas frías en el supermercado del camping, nos fuimos a la playa.

La sensación de la arena fina en mis pies siempre me llenaba de energía. Esa sensación de pisar pan rayado, con esa arena tan fina y amarilla, me encantaba aunque por desgracia pocas veces podía disfrutarla.

Los chicos corrieron al agua, haciéndose los gallitos, mientras las chicas empezábamos a untarnos en crema solar.

Teresa era la mas joven de nosotras, prima de Ana, siempre había estado en nuestro grupo porque así sus padres estaban más tranquilos. Era una buena chica, sencilla y estudiosa, nunca la oirías ir contra nadie, siempre con sus ganas de ayudar. Su foto debería estar al lado de la palabra bonhomía en la RAE, en lugar de en ese aquel cartel que aun conservo junto a fotos y recuerdos.

Pasamos un fantástico día: comimos bocadillos y bebimos en la playa, el calor era sofocante y el aire estaba calmado, cosa rara en Tarifa.

Cuando volvíamos a la parcela escuchamos a un hombre comentarle a otro: «Te lo digo yo, esta humedad trae tormenta. Esta noche verás». No pensé que pudiera tener razón, aunque todos los veranos llueva en un momento u otro. Claro que tener en el mismo día mi otra sensación favorita, el olor a tierra mojada, se me antojaba delicioso.

Cuando salimos de las duchas, el cielo se había encapotado de sopetón. Yo me había quedado la última, Ana y Teresa hablaban fuera, con sus toallas colgadas del hombro y el neceser bajo el brazo, con un hombre de unos cuarenta años, con el pelo recogido en una coleta y oscuras gafas de sol.

-¿Y los chicos?- Pregunté al acercarme.

-Se han ido a la tienda, son mas rápidos. ¿Ya estas?

-Si, vamos.

-¿Me dejáis así?- dijo el hombre sonriendo.

-Si- dijo Ana. -Nos volvemos con nuestros amigos, habrá que preparar la noche, que parece que va a llover.

-De acuerdo, a ver si hay suerte y nos vemos de nuevo por aquí.- Se despidió.

-¿Quien es ese?- Pregunté mientras nos alejábamos.

-Un pavo que estaba hablando con esta cuando salí de las duchas- respondió Ana. -Con lo joven y guapa que es y la de tíos buenos que hay aquí… no sabe elegir.- Concluyó riendo.

-Se ha acercado él, yo no le he dicho nada- refunfuñó Teresa.

Al poco de llegar a la parcela, la lluvia comenzó. No lo hizo levemente, sino con un gran estruendo. Las gotas comenzaron a caer y la gente corría desde los caminos, las duchas y la playa a sus parcelas o al bar. La mayoría se resguardaban en sus tiendas tras meter en los avances los zapatos, las toallas o cualquier otra prenda de ropa u objetos que no quisieran ver empapados.

No fue una nube, fue bastante intensa y tardó en parar.

La cena la hicimos en nuestra tienda, con pan de molde y jamón cocido. Mandamos a los chicos al bar por un par de litros de cerveza y volvieron calados.

-No salimos más- protestó Pedro.

-Ven acurrúcate aquí, que yo te seco- le dijo Ana con picardía.

El tonteo que se traían desde hace unos meses ya empezaba a ser empalagoso.

-¡Iros a un motel!- repliqué yo y todos, menos ellos, rieron.

Así continuamos y con el ruido de las gotas sobre el plástico de la tienda, el cansancio del viaje y las cervezas, el sueño se fue apoderando de nosotros. Los chicos se fueron a su tienda, tras intentar jugar al strip poker sin ninguna aceptación por nuestra parte.

Con el recuerdo de la arena aun fresca en mis pies, el olor a tierra mojada y el repiqueteo del agua me dejé dormir, justo un instante después de oír en la lejanía la voz de Teresa susurrando.

-Vuelvo enseguida, tengo que mear.

Estoy segura que de haber pensado que quizás serían sus últimas palabras, no hubiera elegido esas.

SONRISAS Y VINO

La mancha roja avanzaba lentamente por el blanco lino del mantel. Con un gesto rápido y nervioso consiguió levantar la copa, que se balanceaba lentamente de un lado a otro dejando escapar el vino, y una gota púrpura empezó a resbalar por el cristal.
Usó la servilleta para intentar enjugar el líquido, pero la mano del camarero se la retiró amablemente, mientras pronunciaba un cortés “no se preocupe”.
Ella simplemente sonrió, aun mirando la mancha, azorada. “Soy un poco torpe”, murmuró con una risa mientras seguía desviando nerviosa la mirada, del camarero a su acompañante, que seguía la escena divertido, de su acompañante a la gota que en ese momento abandonaba temblando la copa y caía, ganando de este modo el vino otra pequeña batalla al camarero que se afanaba en secar el otro lado de la mesa.
“Enseguida le traigo otra servilleta”, anunció el camarero cuando terminó de llenar la copa con desgana, pensando tal vez que la chica no debería seguir bebiendo.
Ella seguía nerviosa; un leve temblor sacudía sus dedos que jugueteaban sobre la mesa con el tenedor.
“Tranquila”, dijo él aun sonriendo y en voz baja, “no es nada, sólo vino. No te preocupes”.
Sólo era vino, no debía preocuparse. Le hizo gracia darse cuenta que pensara que se encontraba así por el vino. Bueno, al fin y al cabo era una suerte. No se dio cuenta de que la copa cayó cuando ella giraba la cabeza hacia la orquesta, ni lo pudo asociar al hecho de que un piano comenzara segundos antes a entonar una lenta y suave melodía. No, para él aquello no significaba nada.
La habría reconocido en cualquier parte. No era sólo la canción, que ya era famosa mucho antes de que ella la escuchara, primero de aquel pianista negro, eterno, después de que Bogart se la pidiera con tristeza y rabia, luego de sus dedos.
Aquellos dedos eran los que la hacían inconfundible. Muchas veces la había oído en otros lugares; parece como si los pianistas de restaurantes no tuvieran mucho más repertorio; o tal vez se trate de una tradición, algo sin lo cual no prosperaría el negocio.
Pero nunca la había confundido, siempre supo que era otra persona y no él quien la tocaba. Ahora sí podía ver, aunque no lo necesitaba, que se trataba de él, de sus dedos. Esos dedos que acarician ahora las teclas del reluciente piano como antaño la habían acariciado a ella, dulcemente, lentamente y con un amor y una pasión que sólo él sabía infundirles.
Tocaba el piano igual que amaba: poniendo todos sus sentidos en la música o en la respiración entrecortada de ella. Siguiendo el movimiento de sus manos sobre el pasillo blanco y negro del piano o mirando la línea imaginaria que su dedo dibujaba sobre el cuerpo de ella. Ella, con los ojos cerrados, respirando dulcemente; o mirándolo, con la luz que siempre tenía en la mirada cuando estaba junto a él.
Ahora, a veces se miraba al espejo y no lograba encontrarla. Ese brillo de antes, esa pequeña llama que ardía en algún lugar y que encontraba los ojos de ella, grises como un hermoso día de lluvia, para salir al exterior y cumplir su misión: iluminar la habitación, a él, la calle y todo y todos los que se encontraran cerca de ella.
Pero ya no estaba allí, esa llama había desaparecido. Tal vez porque no podía seguir ardiendo, como le ocurriría a la vela roja que adornaba la mesa, ahora haciendo juego con la mancha, cuando la cera se acabara. O tal vez sí conservara cera, pero una leve brisa la habría apagado, dejándola sin luz a la espera de unos dedos ágiles que supieran volver a encenderla para así poder brillar de nuevo como antaño.
Ahora sonaba otra pieza, esta vez de música clásica. Tal vez fuera de Mozart, nunca consiguió reconocerlas, por mucho que el se empeñara.
Lo recuerda en aquella pequeña buhardilla, tocando el piano junto al techo inclinado, cada vez más bajo, dejando cada vez menos espacio. Termina de tocar y entonces ella dice un nombre, al azar, dándose cuenta del error antes de que las palabras abandonen su boca, y se vuelve riendo mientras lo repite sin poder creerlo.
“No”, dice. “Esto es Mozart, ¡Mozart!”. Entonces sonrie y se para, de pie junto a la ventana, con el reflejo del sol sobre la fachada del edificio de enfrente: otro lugar, otros hogares, otras historias.
Mueve la cabeza de un lado a otro mientras ríe lentamente. “¿Qué pasa?. ¿Es que no me escuchas cuando toco?”. Se acerca. “No reconoces ninguna”. Se acerca. “¿O te encanta este juego diabólico que me hace sufrir?”. Se acerca.
Ella está sobre el sofá viendo el piano, notando el reflejo del sol, observándolo a él. También sonríe, siempre sonríe allí. “No, pero te siento tocar”. El se acerca, le tiende los brazos, se acerca.
No era su reflejo, sino el propio sol quien entraba por la ventana esa mañana. Los ojos ya sin brillo, sin luz. Tal vez las lágrimas que en ese momento los cubrían fuesen las culpables de que se apagara la vela, o tal vez la falta de esa llama fuera la culpable de esas lágrimas. Mira el piano ahora sin voz. Sin él para acariciarlo, duerme y sueña como ella, con sus dedos, su pasión, su alegría. El humo del cigarro emborrona toda la imagen: el sol, el piano, el humo, las lágrimas, el techo inclinado, cada vez más bajo.
Busca las razones pero no consigue encontrarlas, simplemente no están, simplemente se apagó, no quiere buscar culpables, tal vez porque no los halla o porque tal vez halla demasiados. Sale lentamente del salón, abandona la buhardilla, el piano, sus dedos y su pasión.
El sonido ha cesado de nuevo, es ahora cuando levanta la cabeza y abre los ojos. Mira al público: hablan, comen, ríen, casi ninguno presta atención a la música, a algunos incluso les molesta.
Pero a ella no. Está allí, mirándolo. No puede creerlo, está preciosa, radiante, sonriéndole… allí. Desde el otro lado del local, de frente a él, de frente a su música. La ve aplaudir, sonriendo, siempre sonriendo.
Los dedos reposan sobre las teclas, fijos, las rozan en un susurro mientras esperan. Le ve cuando él la mira, desea apartar la vista para volver a su mesa, a su acompañante y a su mundo. Su mundo sin él, sin pianos, sin ventanas, sin dedos que la acaricien… sin pasión. Pero no puede, no puede dejar de mirar y sonríe, y aplaude y comienza a sentir sus manos juntas, como tiempo atrás lo había sentido a él, y recuerda y mantiene la sonrisa, y le ve sonreír.
Él ahora sonríe mientras la mira, hermosa y tierna como siempre, como era antes, cuando estaban juntos, cuando era feliz.
Un leve susurro la saca del recuerdo. Alguien dice algo desde el otro lado de la mesa. Su acompañante habla lentamente pero no consigue entender sobre qué, se esfuerza pero sus oídos sólo oyen la música, aunque ya halla cesado, su mente sólo procesa los recuerdos, que ya sucedieron.
“Perdona”, dice ella mientras lucha por volver a la realidad. Ladea un poco la cabeza, obligándose a prestarle atención. Intentando acallar esa parte de sí que pretende seguir disfrutando de la melodía.
“Decía…”, repite el chico, “que acabo de darme cuenta que tienes un brillo especial en la mirada; casi me ciega”. Divertido saca las gafas de sol de su chaqueta y se las pone. Se ríe de su propia broma y entre risas comenta que podría tratarse de una buena señal.
Ella responde: “Estoy segura de ello”. Y se vuelve a mirarle mientras posa sus manos sobre el piano.
Suena la música y vuelve el recuerdo, la ilusión. Y esos dedos que acarician las teclas con la pasión de siempre, con el amor de siempre.

ESCAQUES

Cuando la vi allí sentada sobre el banco, con las piernas cruzadas como si meditara, como si fuera un monje que piensa en la eternidad mientras respira el aire puro del Tíbet; inclinada hacia delante con las palmas de las manos bajo la barbilla y los dedos cerrados sobre la cara, oprimiendo las mejillas, pensé que era ella.

Del mismo modo que ella, miraba el tablero atentamente. Siempre creí que no necesitaba tanto tiempo para pensar, que sólo miraba de ese modo al tablero porque le hacía parecer perdida. Miraba a las figuras pidiéndoles consejo; le preguntaba al rey qué tal se encontraba, si temía que alguna de las figuras descoloridas (pues siempre jugaba con negras) pudiera hacerle daño. Admiraba a la dama, con todas sus posibilidades, su fuerza y su relevancia, pero no del todo valorada: su vida, o mejor su muerte, no decide a que bando sonreirá la victoria.

Le encantaba hacer movimientos sutiles, cogía la pieza pidiéndole perdón: “Oiga, lo lamento pero he de moverla. Siento ponerla en peligro”. Excepto cuando llegaba al final de la partida. Entonces el movimiento era ágil, rápido, decidido; no era un movimiento, era un orden: “Tú, ve allí y no vuelvas sin la corona de ese monarquilla de tercera”.

Era entonces, cuando ganaba (todas las veces hasta aquel día), cuando miraba a su adversario. En aquel momento levantaba la cabeza y miraba a los ojos que tenía enfrente, los cuales aun miraban al tablero buscando una salida que nunca llegaba. Esperaba recibir una mirada del otro , llena de odio algunas de las veces, de simple conformismo la mayoría, pero de derrota y sorpresa en cada uno de aquellos que sucumbían a su ejercito de figuras de plástico.

Era realmente una sorpresa, nadie pensaba que bajo esa camiseta blanca y esos vaqueros, dentro de aquel cuerpo menudo y hermoso que apenas pasaba del metro y medio, dormía, y despertaba en cada enfrentamiento, una guerrera decidida, alguien que sólo tenía una meta mientras aparcaba su vida y reducía su mundo a las sesenta y cuatro casillas.

Fue tras una de esas victorias cuando la miré por primera vez a los ojos, y ella a mí (aunque yo no fuera el enemigo). Tras vencer y contemplar la derrota en el ojo de su adversario (pues el ojo de cristal de aquel viejo marinero no expresaba nada, sólo el sano tenía derecho a mostrar sentimientos) giró la cabeza a un lado y entonces fue a mí a quién observó. Levantó la ceja mientras me lanzaba una suave sonrisa.

La había visto sonreír muchas veces, aunque nunca había sido el receptor de tal privilegio. Sonreía mientras se levantaba, recogía su oscura mochila raída y tras colgársela a la espalda cruzaba el pequeño parque, dejando a un lado otras mesas donde se libraban batallas y los carriles donde se jugaba a la petanca.

La victoria había sido de ella y era la reina del parque. Durante los dos meses que estuvo allí, mientras abandonaba el lugar tras dejar a otro rey sin su blasón, ningún día tuvo que esperar para cruzar la senda por la que ciclistas y corredores hacían deporte; no, ella pasaba decidida y nadie osaba cruzarse en aquel momento. Mientras caminaba, parecía como si el mundo se fuera apartando de su camino, y todo el sol que llegaba la iluminada a ella y a su travesía.

Tal vez debí aprovechar aquella sonrisa, aquella pequeña invitación a participar de su victoria para acercarme a ella. Decirle que parecía como si el juego se hubiera creado para ella (o ella para el juego). Preguntarle si quería enfrentarse a mí, si quería vencerme como había vencido a todos (con facilidad, yo hacía tiempo que no jugaba). Pero no dije nada.

Aquel día del mes de julio tuvo una mañana preciosa, cantaban los pájaros y brillaba el sol, pero yo lo recuerdo gris, con sonidos zumbantes y un frío helado.

Ese día no mentía (si alguna vez lo hizo) al mirar eternamente al tablero; sí que estaba perdida.

El pobre rey le gritaba que tuviese cuidado, que velara por él; la dama hacía tiempo que yacía al lado del tablero, sin vida, sin posibilidad de defender a su amado, a su reino, a sus valientes…. En una esquina del tablero lloraba un pobre peón, presintiendo la caída de un rey al que ya no podía defender.

El viejo lobo de mar movió su torre y con ella borró el sol, trajo las nubes y acalló a las aves. Su ojo brillaba con la luz de la venganza, no con la simple dominación con que miraba a otros (entre los que me incluyo).

Ella no levantó la vista para mirarlo, no sonrió brevemente ni felicitó al ciclópeo enemigo.

Tocó su rey pidiéndole perdón y despidiéndose. Se levantó del banco descruzando las piernas, cogió la bolsa y comenzó a caminar.

Intenté acercarme a ella, parecía más frágil que nunca y seguramente lo era. A medio camino, mientras la contemplaba andar con la cabeza gacha, me paré. Acababa de colocarse unas negras gafas de sol. Tal vez fuera para esconder una lágrima, seguro para ocultar la derrota.

Ya no era el caballero victorioso que vuelve al castillo donde le esperan para rendirle homenaje. No, se sentía como el pobre soldado que vuelve derrotado a un castillo que ha pasado a manos del vencedor; mientras aquel de quien era vasallo, ensangrentado, adorna el campo de batalla.

No escuchó las protestas del ciclista que estuvo a punto de atropellarla, simplemente varió su paso y lo dejó pasar; luego salió de la vida del parque.

Pero esa chica que está ahí, sobre el banco, ya no es ella.

Noche de verano

El juego consistía en una tabla decorada como si fuera un circuito en una ciudad: casa, coches y árboles se iban desperdigando por un lado y otro. Un carril a modo de carretera recorría la tabla desde arriba hasta la meta. Un volante simple, de plástico, hacia girar esta tabla. La odisea consistía en recuperar abajo la moneda que se introducía por arriba, evitando que cayera en alguna de las curvas y pasara a atesorarse con las demás, a la espera del recaudador. Yo ya había perdido el duro que me dio mi padre y observaba cómo aquel joven jugaba con él, acompañando el cuerpo en cada giro de volante, mientras sujetaba en sus labios un cigarro.

La voz de mi madre llegó desde la otra punta de la terraza, “¡Chico, la comida!”. Dejé de admirar a aquel avezado piloto y volví corriendo a la mesa. Mi padre hablaba con mi tío, que había parado un momento tras dejar el pedido. Mis hermanas mayores hablaban entre sí, y la pequeña (mayor que yo) se negaba a comer lo que mi madre vivamente ponía en su plato y el mío.

“Yo tampoco quiero eso”, dije mirando ese trozo que parecía carne bañada en tomate frito y con un trozo de hoja de laurel junto a ella.  “Prueba, es atún. Está muy rico, parece carne.”

Con pocas esperanzas probé un trozo pequeño, la acidez del tomate junto a la pimienta ofrecieron un nuevo sabor, que me agradó al instante, cogí algo de atún, y no se si por lo suave y blando que estaba o por la salsa en la que estaba bañado, me encantó.

“No quiero eso”, mi hermana insistía, ¡quiero sólo chocos fritos! “¡Pues solo chocos!”, sentenció mi padre alargándole los dos que quedaban en el plato. “Manuel, trae otra de chocos”, dijo mientras mi tío pasaba tras su espalda con una pila de platos de regreso tras la barra.

Meses después, en verano, mi padre y mi madre trabajaron un mes en ese chiringuito propiedad de mi padrino, fue el mes que pasé junto a mi hermana en casa de mi abuela. Tardaría varios años en entender la necesidad de esa separación justo cuando no teníamos colegio; en la mente de un niño las necesidades de la vida cotidiana no parecen tener hueco.

“Y otro de atún papá, ¡está muy rico!” dije con la boca ya llena de tomate. “No comas tan rápido”, apuntó mi madre, “te va a sentar mal, además el tomate de noche…” decía hasta que mi padre le cortó: “déjale, tiene buen pico”.

El viaje de regreso, de noche, en la parte trasera de un viejo seiscientos junto a mis tres hermanas mayores, se me hizo muy largo, aunque iba ya en un duermevela constante. Adaptarme a los pequeños huecos que me dejaban en aquel estrecho asiento me ha servido de adulto para ser capaz de dormir en las posturas más raras e incómodas conocidas.

Tras subir los tramos de escalera hasta nuestro piso, y meterme en la cama, el estómago empezó a dolerme: “Mamá, me duele aquí”, dije mientras me tocaba la barriga. “No, si ya sabía yo; ¡vamos, a dormir!” dijo mientras me cubría con la sabana.

Mi siguiente recuerdo de esa noche es borroso, mi madre de madrugada poniendo otra sabana y recogiendo la que tenía, junto a la colcha que estaba a los pies de la cama, sobre sí mismas, mientras me decía “Venga, ahora a dormir, tanto atún…” y yo, sudoroso y con el sabor del tomate ahora mezclado con bilis, le hice caso.